Acercarme hasta la orilla para enfrentar el mar de aguas
turbulentas. Levantar la mirada al cielo, juntar toda la fuerza y vencer mis
miedos.
Ante mí, el mar se abre en dos. Estoy sorprendido,
maravillado, absorto.
¡Sí! ¡Voy a cruzar! – me digo. Voy a atravesarlo aunque
tenga incertidumbre. ¿Qué habrá del otro lado? ¿Cómo será ese futuro que me
espera? ¡Voy a averiguarlo!
Habrá obstáculos, sentiré miedo y, en algún momento, ganas
de volver hacia atrás. ¡Pero no lo haré! Tengo la certeza indestructible de que
me espera algo mejor. Me empuja la esperanza de que todo será para mi bien.
Tengo fe de que allá, del otro lado, está el lugar al que quiero llegar y en el
que encontraré mi felicidad.
Antes de cruzar, me detengo por algo importante. Mirar
alrededor. Descubrir quiénes están a mi lado. ¡Los veo! ¡No estoy solo en la
orilla! Me encuentro con sus rostros y miradas de todo tipo y color. No todos
me miran pero… están ¡los que si! Son los que me prestan atención porque
sienten lo mismo que yo; me hablan a través de sus ojos y me dicen que me van
acompañar.
Y sin decir ni una palabra, nuestras manos se tienden y nos
agarramos bien fuerte. Y cruzamos todos porque descubrimos que es mejor hacerlo
juntos.
Y caminamos atravesando la adversidad y nuestros miedos. Cruzamos
el mar de problemas, de conflictos, de dudas. Nuestros pies caminan ahora por
un sendero seco y firme que nos muestra las certezas, una tras otra, paso
tras paso. Y así vamos tomando confianza.
A nuestra izquierda y a nuestra derecha está toda esa carga
pesada que no nos dejaba avanzar. Todo lo que queríamos dejar atrás está allí,
en esos muros de aguas confusas. Miramos sorprendidos, aún con algo de temor,
pero también nos llega la alegría y comenzamos a reír a carcajadas.
Y caminamos. Paso a paso.
Y cruzamos. Paso a paso.
Unidos hasta el final.
Ya nada ni nadie podrá detenernos.
Porque tenemos fe.
Porque sabemos que allá, donde está la luz refulgente, nos
espera una vida mejor.