Me gusta enero porque las
cosas suceden más lentas. La calma me permite ver un año lleno de
oportunidades. Un nuevo año, un nuevo cuaderno lleno de hojas en blanco, para
escribir lo que quiera en él.
Hay verano en el ambiente.
El calor intenso de la tarde aplaca los corazones; es la hora de la siesta. San
Nicolás, mi ciudad, tiene ese encanto que muy pocos pueden disfrutar: el vacío,
el silencio, la calma de enero.
Estoy escribiendo a mano, algo
que he dejado de hacer a menudo. La mano se sorprende al tomar una lapicera en
esta era del teclado. Estoy en el patio de mi casa y, cada tanto, levanto la
vista para apreciar. Corre una brisa
caliente pero que, a estas horas, resulta una bendición. Hay un sol que raja la
tierra, que ilumina todo con su poder y que hace arder la ciudad. Es el sol
más poderoso, el del verano.
En estos días, el tiempo tiene
sabor a comienzo: días llenos de energía, de esperanza, de inquietud por lo nuevo
que vendrá. Enero es ese mientras tanto, ese paréntesis de vida más lenta, de
horas diferentes. Hay más silencio: aunque nos cuesta encontrarlo cada vez más,
es muy necesario y tiene su encanto. En silencio podemos meditar, encontrar
respuestas, cerrar heridas, apreciar detalles que pasamos por alto.
También podemos
cerrar los ojos y escuchar los sonidos de la naturaleza que nos hablan. Un
coche pasa por la calle, a muchos metros de mí, pero lo oigo romper el
silencio en forma fugaz. Los motores de algunos aires acondicionados, se oyen a lo lejos. El canto de las calandrias, tan
variable. El revoloteo de los gorriones. El sonido de las hojas de las plantas y árboles al moverse... se
dejan acariciar por el viento y bailan al compás.
La brisa de verano me
acaricia la piel. Está bueno escribir a mano, aunque lo tenga pasar después. Está bueno experimentar ese trío genial entre la lapicera, el papel en blanco y yo. En
estos tiempos, resulta una experiencia única, sublime, mágica. Escribir a mano es despojarse de todo estímulo visual: somos nosotros tres para crear un mundo de
palabras en tinta azul.
El compañero ¿inevitable?,
el celular, está a mi lado. Por suerte ya no suena tanto. Me sirve para ver la
hora y la fecha: casi las 3 de la tarde del 12 de enero de 2015. ¿Un celular
que no suena? Claro. No es que no funcione. Sólo recibe mensajes y llamadas, y
como hoy estamos en otra era, y los mensajes se mandan por otro lado, el mío ya
no suena tanto, o mejor dicho, suena para las cosas más importantes.
La televisión, estos días,
se llena de móviles desde Mar del Plata o Carlos Paz. El Facebook, el otro
medio preponderante, se llena de fotos compartidas que muestran como cada ser
vive su vida y pasas sus horas de verano. Somos tan distintos e iguales ¿no?
Las vacaciones son para
escuchar el corazón, porque más adelante, cuando nos dedicamos a escribir
nuestra vida, siempre tan apurados, lo vamos dejando de escuchar.
Pobre corazón. Ojalá podamos
escucharlo más seguido porque siempre tiene razón.
Hoy aprovecho este enero,
cierro los ojos, y entre la brisa cálida, el canto de los pájaros, el silencio
de la siesta, lo dejo que hable.
Voy a ver qué me dice, qué
me cuenta, en cada latido.